CAMBIAR EL PSICOANÁLISIS POR EL ANÁLISIS Y LA PRÁXIS LESBICO-FEMINISTA
UNA REFLEXIÓN PERSONAL SOBRE MI HISTÓRIA Y
PRÁCTICAS DE VIDA
Comparto este escrito de hace un par de años
y se lo dedico a Tatiana Quiñonez
por ofrecer pedazos de sí misma para cambiar el mundo
por el continuo lesbiano que nos hace bailar.
¿Sobre qué escribir? ¿Desde
dónde analizar y poner en juego las categorías y temáticas abordadas en el
curso de teorías lésbico-feministas? Estas son las preguntas iniciales que me
hice para escribir este ensayo. Sin embargo no son las preguntas más
importantes, no son los cuestionamientos que me aguijonean cada vez que salgo
de clase o que me tuercen mientras leo los textos propuestos. Muchas veces he
escrito sobre alguna situación, fenómeno social, cultural o histórico que he
considerado interesante usando los conceptos y teorías para analizarlos, pero
en esta ocasión, cada vez que reflexiono sobre la heterosexualidad
obligatoria, la clase de mujeres,
el régimen
político heterosexual, en la diferencia sexual y
sobre todo en la
existencia lesbiana lo que primero se me presenta, lo que se manifiesta más
vivazmente es mi propia existencia, mi historia, mi vida, mis fantasmas, mis
matices, mis miedos y sobre todo mi vergüenza. Voy a asumir el riesgo de
escribir sobre mí.
1. HACIA
LA CONCIENCIA POLÍTICA: LA CIENCIA DE LA OPRESIÓN
Teniendo en cuenta que todas
podemos reflexionar sobre nuestra vida para percibirnos y transformarnos, no
todas contamos con herramientas de comprensión que nos posibiliten ser libres,
y por esta razón muchas veces estos intentos de análisis refuerzan y justifican
las prácticas de vida que nos oprimen. El psicoanálisis, una de las
herramientas más sofisticadas y confiables, es un buen ejemplo de ello; este
discurso que dinamitó los pilares de la conciencia moderna y su hegemonía, a su
vez fijó las bases de un nuevo discurso de poder totalizador que haciendo uso
del complejo de
Edipo y y la
envidia del pene nos impide comprender políticamente nuestra opresión como mujeres
“reduciéndola a meras figuras del discurso” (Witting: 2006, 48) contribuyendo a
naturalizar un orden de cosas en el que vivimos como seres de segundo orden.
Por esta razón lo que pretendo
aquí es interpretar algunas de mis experiencias significativas de vida teniendo
en cuenta que si “las mujeres son producto de una relación social” (Witting: 2006, 39) necesito comprender qué tipo de
relaciones moldearon mi subjetividad y me incorporaron a la clase de mujeres. De
este modo, por medio de los aportes conceptuales y prácticos de las teorías
lésbico-feministas quiero llevar a cabo “una práctica subjetiva, cognitiva.
Este movimiento de ida y vuelta entre los dos niveles de la realidad (la
realidad conceptual y la realidad material de la opresión, que son ambas,
realidades sociales)” .Quiero participar de lo que Witting denomina “La ciencia
de la opresión, creada por los oprimidos”. Esta operación de entender la
realidad y que tiene que ser emprendida por cada una de nosotras para conseguir
transformarla (Witting:2006, 42).
2. FLASHBACK:
HACIA LA INFANCIA Y LA ADOLESCENCIA
Soy de una provincia que excedió
el lugar en el que nací y del que es mi familia. Un lugar en el que la música
es el escenario de un baile en el que se exhibe a una mujer hábil, fuerte y
flexible, una mujer que sigue con sutileza el mando del recio macho, el del
paso fuerte, el del zapateo sonoro. Ella recibe los fuertes sacudones que
quedan contenidos en su cuerpo, los absorbe, los resiste y los transforma en
colorido movimiento cuando los disuelve en sus piernas silenciosas, que
extendidas hasta sus pies rozan el suelo generando susurros para el viento.
Esos llanos y sus horizontes me
han acompañado siempre, los sonidos del arpa y el galopar simulado por los
capachos son sensaciones adorables que se precipitan hacia una cultura machista
que me violenta desde las entrañas. Nací en Villavicencio y vivo en
Bogotá desde niña, fui criada por mi abuela y mi abuelo paterno quienes
cuidaban de mi hermana y de mí mientras mi madre y mi padre trabajaban. Sumisa
acaté las jerarquías familiares y los roles sexuales transmitidos por mi
familia, los vivía cabalmente porque quería ser buena e ir al cielo, sobre todo
después de la muerte de mis abuelos la idea de un paraíso en el que volvería a
verlos me pareció maravillosa. Por fortuna la pobreza se instaló en mi casa y
la necesidad me permitió participar de las responsabilidades económicas de mi
hogar, junto a ello el lema de “salir adelante” me llevaron a abrazar mis
deberes de estudiante y un lugar como trabajadora de manera persistente, a los
13 años trocé los deberes domésticos por los de producción.
Creo que no era una estudiante
brillante, más bien obediente, disciplinada y responsable, amaba estudiar y
acompañaba mi carácter solitario con la lectura de los textos escolares que
tenía a la mano, no me interesaba por hacer amistad con mis compañeras o
compañeros de colegio, aunque me estuviera sola o aburrida yo sentía que
pertenecía a otro mundo, pues los pocos intentos de interacción que emprendía
eran un fracaso, no me entendía con mis pares de edad pues para mí ni las
fiestas, ni las revistas, ni la televisión ni los novios me iban a ayudar a
conseguir ese añorado “salir adelante” en el que mi familia y yo estábamos
empeñados.
Mi mamá trabajaba como
secretaria y madrugaba para preparar desayuno y almuerzo, mi padre, que padecía
dos dolorosas hernias discales y yo nos levantábamos a abrir la tienda, él se
quedaba trabajando y yo me iba al colegio. Al medio día cuando regresaba, remplazaba
a mi papá a quién muchas veces encontré petrificado por el dolor, yo me
instalaba como una tendera hasta la hora del cierre, mi papel no era el de
colaboradora, era mi responsabilidad, mi padre no podía hacerlo y mi hermana
estaba estudiando, así que yo tenía ese deber, y en esa relación con la
materialidad, en esa condición de clase fue que comencé a experimentar mi
condición como mujer.
Atender la tienda fue mi primer
trabajo, y allí los manoseos, el acoso, la dificultad para que me tomaran en serio,
en resumen, para que me respetaran, fueron la declaración social de que yo era
algo inferior. Para mí siempre fue claro que no era por mi edad (por lo menos
no fundamentalmente), pues tenía varios compañeros de colegio que eran
trabajadores, ellos se desempeñaban como ayudantes en los talleres cercanos o,
al igual que yo, trabajaban en negocios familiares o de rebusque, la diferencia
entre nosotros era que ellos no tenían que atajar manos, no
enfrentaban el riesgo del abuso, del manoseo ni la violación.
Pensando en esas
violencias que en ese momento padecía puedo comprender la doble dimensión
material de la opresión social que recae sobre las mujeres de forma colectiva y
que yo experimenté de forma individual, no somos vistas como personas, más bien
somos sexualizadas a
priori y sin herramientas para enfrentarlo nos constituyen en objetos
sexuales y nos invisibilizan como personas, desde niñas las instituciones
escolares nos visten con incómodas faldas que restringen nuestro movimiento,
que limitan nuestro espacio y que nos exhiben, nos cosifica, nos dispone para
otros:
“La categoría de sexo
es producto de la sociedad heterosexual que hace de la mitad de la población
seres sexuales donde el sexo es una categoría de la cual las mujeres no pueden
salir. Estén donde estén, hagan lo que hagan (incluyendo cuando trabajan en el
sector público) ellas son vistas (y convertidas) como sexualmente disponibles
para los hombres y ellas, senos, nalgas, vestidos, deben ser visibles”
(Witting: 2006, 27).
Sin embargo, lo que
definitivamente me permitió percatarme de que era “Mujer” no fueron
solo las violencias que padeció mi cuerpo, además de esas prácticas
sistemáticas de imponer la sexualidad masculina sobre las mujeres y que A.
Ritch denomina “fuentes del poder masculino” (RITCH: 1999,172), también
hicieron parte de este enclasamiento los
discursos y la teoría. Siempre me ha gustado la historia y la política,
cursaba el octavo grado y amaba mi clase de sociales, la profesora de esa
asignatura me regaló un libro de historia y leer ese libro fue algo desolador,
descubrí que las mujeres no habían hecho nada importante durante la historia,
me di cuenta de la inferioridad de las mujeres, inferioridad que se
re-afirmaba al ver a las mujeres de mi entorno: tontas, pequeñas, lloronas. ¡Yo
no quería ser eso! ¡Ni siquiera soportaba estar con ellas! Así operaron en mi
“los efectos de la apropiación sobre el cuerpo (…) que tienen su origen en el
campo abstracto de los conceptos” (Witting: 2006, 17).
No me gustaba ser “Mujer”, y la
primera marca de serlo era ese incómodo y voluminoso cuerpo que salía del
espejo todas las mañanas. Lo escondí, anchos pantalones, grandes camisas y
calientes gorros me hicieron invisible. Estaba bien así, aunque muchas veces la
soledad me tratara de hacer llorar y tuviera que correr hacia los brazos de mi
papá para que en su amor me acompañara, con mi madre eran dolorosos silencios
invadidos por el reproche de que ella también era “Mujer”.
Luego cambiamos de barrio y
cerramos la tienda, el “salir adelante” nada que se lograba y cada vez era más
difícil, mi papá sin trabajo y enfermo se dedicó juiciosamente a tomar, mi mamá
trabajaba tanto como podía y paralelamente a sus esfuerzos se hacía más
amargada, yo me enfermé y ahora el asedio provenía de inesperadas convulsiones
que me llenaron de miedo e impotencia. En estos difíciles momentos mi hermana,
quién para mí no era ni “Mujer” ni “Hombre”, era quién cuidaba de mi dejándome
pensar que era yo quien la protegía a ella, creo que ella es mi primera experiencia
de continuo
lesbiano, ese fue el primer y más intenso momento en el que compartimos
“una vida interior rica”, en el que unidas asumimos los riesgos sociales de ser
“Mujer”, en el que “dimos y recibimos apoyo práctico” (RITCH: 1999, 188).
Me daba miedo dormir sola, así
que ella se quedaba conmigo, en las oportunidades que tuve ataques nocturnos o
estados catatónicos ella aprendió a no llamar a mis padres, no sé que hacía
mientras yo estaba inconsciente, pero cuando retomaba la conciencia ella, para
calmarme, me quitaba la camisa, me acostaba boca abajo y me acariciaba la
espalda hasta dejarme dormida. Yo tenía ya 15 años y ella 12, ese lazo que
establecimos en ese entonces no pertenecía a ningún tipo de relación nombrable,
era amor y cuidado fuera de normas, roles o relaciones establecidas, yo no
quería que ella pasara por las cosas que yo había padecido y solo ella sabía
cómo ayudarme, andábamos juntas y compartíamos muchos miedos y silencios que
llenábamos de canciones, de baile, de abrazos y caricias. Luego, cuando fuimos
de nuevo hermanas, cuando ese rol se apoderó de nuestras vidas nuestra relación
cambió y una distancia inmensa que hasta ahora no terminamos de acortar se
instalo entre nosotras.
Luego, en la universidad, con 16
años, en medio de una facultad conformada por 150 “hombres” y 4 “mujeres” un
profesor me empujó hacia un tránsito contrario, en la primera clase de
filosofía antigua iniciando primer semestre me dijo:- ¿Usted que hace aquí? ¿No
sabe que las mujeres piensan a plazos?. Sentí como se me calentaba la
cara, como tensaba mi rostro, no dije nada. “Mujer” igual a vagina
–pensé.
Decidí entonces hiperbolizar
mi “ser-mujer”, cambié los pantalones por largas faldas, dejé el cabello
suelto, me puse anillos, aretes y cuanta chuchería femenina se me ocurriera.
Bien, ahí tenían a la “mujer” que marcaron, y que “pensando a plazos” estudiaba
para controvertir, para destruir al “Hombre” que pretendiera exhibir su
superioridad frente a ella. Hiper-racional era una no-mujer, olvidé mi vagina y
asfixiaba cualquier sentimiento de amistad con compañeros y profesores. Me
dediqué a leer, escribir, exponer, investigar, pensar, y me propuse hacerlo
“mejor” que ellos desde el cuerpo de una “mujer”; me hice, más que rigurosa,
mordaz, más que disciplinada, obsesiva, era implacable, soberbia, odiosa y
solitaria. Aristóteles, Santo Tomás, Kant, Nietzsche y Schopenhauer entre
otros, contribuían en alimentar la rabia que sentía algunas veces contra los
hombres pero la mayoría contra mí por “ser mujer”.
Asexual y misógina en séptimo
semestre conocí a Simone de Beauvoir. Me reconcilié conmigo y con las
denominadas mujeres, comprendí que no había nada de substancial en mujeres y
hombres más que una constante dominación de estos sobre aquellas a lo largo de
la historia. Me nombré como feminista pero sin la suficiente conciencia caí en
la más aplastante de las dominaciones: “el contrato heterosexual” (Witting:
2006, 70)
3. TOCAR
FONDO: EL CONTRATO HETEROSEXUAL
A los 20 me fui de la casa, me
enamoré, y repetí la vida que desdije cuando vivía con mis padres, con esta
experiencia completé “el doble aspecto de la opresión de las mujeres: la
apropiación privada por un individuo (marido o padre) y la apropiación
colectiva de todo un grupo (…) por la clase de los hombres”. (Witting: 2006,
17). Pasé de ser la propiedad de mi padre a la de otro hombre, calqué el modelo
de abnegación de mi madre y la actividad doméstica me atropelló, una vez se me
estalló una olla que cobro pedazos de mi piel y en otra ocasión por lavar el
baño terminé con un bronco espasmo que casi me mata asfixiada. Lo irónico es
que estas terribles experiencias en vez de mostrarme que las labores del hogar
no son inherentes a las mujeres me hizo sentir incapaz, culpable y comencé a incorporar
cuidadosamente en mi las labores de cuidado, reproduciendo los roles sexuales
sin ningún reparo, en la inconsciencia ¿cómo fue posible que pudiera enajenarme
de mis convicciones feministas para encarnar el patético rol de la mujer de alguien?
Compartí dos años de mi vida con una clase de “nuevo hombre” que luego definí como “macho ilustrado” que se apropió de mi vida por medio no propiamente del matrimonio pero sí de un contrato similar como el de la unión libre, en el que una se responsabiliza del otro y cede sus espacios y propósitos por un supuesto proyecto en pareja que resulta siendo más bien la expresión particular del régimen heterosexual en que todos los privilegios masculinos y las “femeninas carencias emocionales” actúan sobre la vida de una para que renuncie a sí misma y se constituya en lo que Beauvoir denominaba ser para otro.
Compartí dos años de mi vida con una clase de “nuevo hombre” que luego definí como “macho ilustrado” que se apropió de mi vida por medio no propiamente del matrimonio pero sí de un contrato similar como el de la unión libre, en el que una se responsabiliza del otro y cede sus espacios y propósitos por un supuesto proyecto en pareja que resulta siendo más bien la expresión particular del régimen heterosexual en que todos los privilegios masculinos y las “femeninas carencias emocionales” actúan sobre la vida de una para que renuncie a sí misma y se constituya en lo que Beauvoir denominaba ser para otro.
Ese es el momento de mi vida en
el que la frustración, la tristeza y la fragilidad me habitaron casi por
completo, racionalmente podía tener algunos distanciamientos que me permitían
ver que había perdido el rumbo, que había envolatado mi vida y que estaba
siendo subordinada, pero en ese momento lo que entendía por feminismo en vez de
liberarme hacía que por vergüenza no reconociera, no aceptara y no decidiera cambiar
las cosas. Ese tipo de relaciones de dependencia afectiva podía comprenderlas
en otras mujeres, pero ¿Cómo era posible que yo que había tenido la oportunidad
de conocer el feminismo, que toda la vida había andado solitaria rebuscándome
la vida, que había conquistado esforzadamente una independencia económica en
ese incansable intento de “salir adelante” estuviera en tan patética situación?
¿Qué pasó en mi pensamiento y en mis emociones que no reaccioné frente a la
violencia simbólica e incluso el golpe como si de algún modo mi pasividad la
justificara?
Hasta hace muy poco me sentía
culpable y avergonzada por haberme permitido semejante desvío, pero ahora
comprendo que no era un problema individual, que no era una incapacidad de mi
personalidad para resolverse pues “El adoctrinamiento en la credibilidad
y el status
masculinos pueden todavía crear sinapsis de pensamiento, negación de
sentimientos, confusión de deseos con realidad y una profunda confusión sexual
e intelectual” (RITCH: 1999, 185) Comprender esto me permite reconciliarme
conmigo.
4. PROFUGA
Y FUGITIVA: LA IDENTIFICACIÓN CON MUJERES COMO FUENTE DE ENERGÍA
En medio de la “hipocresía e
histeria del diálogo heterosexual” en el que se encontraba mi vida, un viernes
en la noche en un bar me encontré a Victoria, una amiga que como yo había
llevado una insoportable vida conyugal, esa noche la vi feliz, radiante, me
contó que había dejado al tipo. Yo había intentado separarme incontables veces
pero el chantaje, la manipulación, el asedio y el miedo ganaban, verla a ella
me nutrió de deseo de mí, de recuperar mi autonomía, mi cuerpo, mi sexualidad; me volé al lunes siguiente sin despedidas, sin
llantos y sin soledad porque cierta energía y fortaleza se habían apoderado de
mí.
Ese espacio que había abierto en
mi vida se llenó de amigas junto a las que deconstruí esa relación en la que me
había extraviado de mi, esa experiencia de compartir con otras, de hablar de
las experiencias y de los dolores que sentíamos me permitió comprender que lo
que me había sucedido no era un asunto particular sino una experiencia social,
producto de la nefasta forma en la que desde niñas nos habían socializado, pasé
de abstractos temas filosóficos y políticos a politizar mi vida privada y por
lo tanto a situarme críticamente en la vida social. Esta experiencia me permite
corroborar que “todas las mujeres (…) existen en un continuo lesbiano, podemos
vernos entrando y saliendo de este continuo, nos identifiquemos o no como
lesbianas” (RITCH:1999, 191)
Mientras esas primeras amigas
retornaban a nuevas relaciones que nos alejaban unas de otras yo construí un
cuerpo de inamovibles en mi vida para no volver a ser la mujer de nadie, para
resistirme a la sexualización que en la calle, el trabajo y la cotidianidad
quiere imprimir sobre mí la mirada sexista de la sociedad y que dolorosamente
se encarna en las personas de mi alrededor. Esos cuestionamientos personales
que me sacuden a diario me llevaron a plantearme tareas intelectuales de
comprensión de una realidad social que desde niña me ha incomodado, por eso
ingresé a la maestría, este ha sido un espacio maravilloso en el que comparto
con mujeres aún más críticas: compañeras, profesoras y autoras que me ayudan a
estar vigilante y que me impiden permanecer en los espacios normativos que
cotidianamente pretenden cercenarme. Esta ha sido mi “experiencia de
subjetivación” una forma de habitar el mundo que me vuelve otra.
(Espinosa:2007, 127)
La existencia lesbiana de mis amigas cuestionó profundamente mis relaciones heterosexuales como preferencia sexual, me permitió identificar todos los dispositivos por medio de los cuales mi cuerpo, mi deseo, mi sexualidad fueron moldeados para obligarme a amar y desear en los códigos del régimen heterosexual. Asumí la liberadora angustia de reconocer que las identidades respecto a la sexualidad y el deseo son inestables, pensé en las mujeres que he deseado, de las que me he enamorado pero sobre las que me habían enseñado a pensar que era asunto de amistad, de admiración, de femenina ternura y no de placer y erotismo. De repente recordé a la mejor amiga de infancia y a esas ganas de llamarla, de compartir con ella, de la compincheria, en las cartas y regalos; en la tristeza profunda que se instaló en mi cuando encontró otra mejor amiga, me pregunté de repente ¿Acaso eso no es enamorarse?
Pienso en la misoginia que las violencias simbólicas y físicas contra las mujeres instalaron en mi, y que en vez de enfilar mi ira contra los opresores lo hice en contra de las mujeres y de mi misma. La rivalidad entre mujeres es hace parte de los mecanismos para apropiarsen de nuestros cuerpos, deseos y sentimientos y es un asuto frente al que siempre una debe estar vigilante. Todas estas reflexiones me posibilitaron evidenciar mis trayectorias de tránsito, de bisexualidad y de asumir prácticas como lesbiana-política, de analizar no solo mis opresiones sino de reconocer mis privilegios como blanco-mestiza, como asalariada, de estar pendiente sobre cómo me relaciono con otras, porque la heterosexualidad no es solo un asunto de con quién una se quiere acostar sino del tipo de relaciones de subordinación, de propiedad que se instalan en todas las relaciones erotico-afectivas e incluso en las de amistad y en las que la exigencia de fidelidad, los celos, la rivalidad, el romanticismo, las espectativas y las inseguridades son expresiones de la educación propia al régimen heterosexual blanco-burgués.
En esto consiste mi joropo, me
exhibo con movimientos sutiles y también desde el zapateo sonoro, desde
un cuerpo que se traga los fuertes sacudones para contenerlos, sostenerlos y
luego lanzarlos con violencia, haciendo estallen y propaguen colores
inesperados, fosforescencias que encandelillen, que incomoden. Mis pies se han
hecho pesados, ya no pueden producir susurros, más bien raspan el suelo, hacen
ruido, a veces se lastiman, sangran, pero cuando las heridas se secan ellos se
hacen más recios.
Bailo para apropiarme de un
cuerpo colonizado desde siempre, un cuerpo que desde sus límites es a la vez mi
posibilidad de ser, un cuerpo que me interpela, que me cuestiona, que cuando es
negado se resiste y se afirma dolorosamente, un cuerpo con matriz, un útero que
ahora enfermo se burla de mi, de mis afirmaciones, de mi negación como bio-mujer, que
mientras estoy extendida con las piernas abiertas para un examen médico, se
carcajea, se ríe de mis miedos, de esa existencial angustia que produce la
muerte, de los arrepentimientos que una siente cuando se piensa en ella. Justo en
este momento siento mis pies torpes, mis piernas cansadas, pero he decidido que
no voy a dejar de bailar.
BIBLIOGRAFÍA
Rich, Adrianne (1999) La heterosexualidad obligatoria y la existencia
lesbiana. En: Navarro, M. y Stimpson, C. (Compiladoras) Sexualidad,
Género y Roles Sexuales. Buenos Aires: Fondo de Cultura
Económica.
Wittig, Monique (2006) El pensamiento heterosexual y otros ensayos. Madrid:
Editorial Egales
Espinosa, Yuderkys (2007) La relación entre feminismo y lesbianismo. En:
Escritos de una lesbiana oscura, reflexiones críticas sobre feminismo y
política de identidad en América Latina. Buenos Aires, Lima: En la frontera.
Jeffreys, Sheila (1996) La creación de la diferencia sexual. En: La herejía
lesbiana. Madrid: Ediciones Cátedra
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